Jonathan Goodhand
December 1, 2020|Colombia, Crimen y Violencia, Cultivos de coca, Narcotráfico, Producción
Este blog ha sido traducido y adaptado de un artículo en inglés publicado por The Conversation el 14 de agosto de 2020.
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En los años 80, en el Putumayo, en la frontera entre Colombia y Ecuador, la primera cosecha de coca de Jessica** dio a su familia suficiente dinero como para pagar la cuenta de electricidad y comprar un televisor. Mientras criaba a sus dos hijos, veía cómo la gente sufría las penurias de la pobreza y el conflicto violento entre las FARC, los grupos paramilitares y el Estado. También se alegraba cuando el dinero obtenido del cultivo de coca les ayudaba a enviar a sus hijos a la universidad o a mantener sus hogares.
En el 2012, Jessica representó a su Zona de Reserva Campesina en las negociaciones de paz entre el Gobierno y las FARC. Animó a las familias a que se inscribieran en el programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos que formaba parte del acuerdo de paz. Jessica, al igual que muchos líderes sociales en Colombia, se encuentra ahora escondida debido a las amenazas de muerte que recibe de los grupos armados ilegales, que compiten por el control de las rutas del narcotráfico y los asuntos sociales en el Putumayo.
La historia de Jessica es una de las tantas recogidas durante nuestra investigación en las regiones fronterizas de Afganistán, Colombia y Myanmar. Estos testimonios demuestran cómo las drogas ilícitas y los conflictos se han arraigado profundamente en la vida cotidiana y los medios de subsistencia de las comunidades de las zonas fronterizas.
También muestran cuán débiles son las suposiciones convencionales de que las drogas ilícitas siempre son contrarias al desarrollo y a la consolidación de la paz, o de que el desarrollo económico y social desmantelará automáticamente las economías de las drogas ilícitas y sentará las bases de la paz.
En realidad, las drogas ilícitas pueden contribuir a la supervivencia e incluso al progreso social. Mientras tanto, los esfuerzos del gobierno y de las entidades de desarrollo internacional pueden llegar a inducir a la gente a involucrarse más en el comercio de drogas. Los programas antinarcóticos en algunas de estas regiones fronterizas, también pueden, de hecho, socavar los avances logrados en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.
En la frontera de Colombia con el Ecuador, escuchamos historias de agricultores y recolectores de coca que utilizan los ingresos derivados de la coca para acceder a servicios básicos y para invertir en proyectos educativos y comunitarios como la construcción de carreteras o puentes. Según nos dijo un agricultor: "El Estado nos abandonó y sobrevivimos con el arbusto de coca porque nos toca".
En los estados Kachin y Shan de Myanmar, en las fronteras de este país con China y Tailandia, escuchamos cómo el consumo de drogas ha aumentado tras los ceses del fuego y en medio de formas de desarrollo económico estatal. Un anciano del estado de Kachin señaló:
Después del alto al fuego [...] se inició la construcción de carreteras, luego empezó la tala de árboles en la zona. La heroína comenzó a llegar cuando la población de la zona aumentó. Entonces la juventud local empezó a usar diferentes tipos de drogas.
Ceguera fronteriza
Las tierras fronterizas —que se extienden a ambos lados de dos o más países— suelen ser las primeras zonas en entrar y las últimas en salir de un conflicto armado prolongado. También son centros transnacionales de drogas y actividades ilícitas, con un acceso relativamente fácil a los lucrativos mercados extranjeros. Además albergan a algunas de las comunidades más pobres y vulnerables de cada zona que estudiamos.
Sin embargo, los donantes para el desarrollo suelen verse limitados por una manera de pensar que los lleva a centrar sus esfuerzos en los países individuales sin incluir a los que colindan con ellos. Esos planteamientos conducen a lo que mis colegas y yo llamamos ceguera fronteriza; es decir, una falta de comprensión, apreciación y compromiso suficientes con las regiones fronterizas y las comunidades que viven en ellas.
Esto también puede conducir a que no se tengan en cuenta las múltiples formas de violencia que se experimentan en las zonas fronterizas después de la firma de los acuerdos de paz. Estas van desde la continua violencia a gran escala en la que participan las fuerzas gubernamentales y los grupos armados no estatales, como en Afganistán, hasta la violencia asociada a las políticas e intervenciones de la lucha antinarcóticos en Colombia, pasando por las prácticas laborales de explotación y el amplio uso indebido de drogas en Myanmar.
Entretanto, los esfuerzos del gobierno por reconstruir los estados después de la guerra e impulsar el desarrollo económico a menudo encuentran dificultades para afianzar su presencia en las tierras fronterizas. Y cuando lo logran, su trabajo puede ir en detrimento de las comunidades de esas zonas. Por ejemplo, encontramos que la inserción de las compañías petroleras en las tierras fronterizas de Colombia y de la agricultura comercial en las de Myanmar se ha relacionado con la apropiación de tierras y el desplazamiento de las comunidades fronterizas.
No obstante, los gobiernos siguen considerando que una mejor integración política y económica de las zonas fronterizas es fundamental para hacer frente a las economías de las drogas ilícitas. Pero nuestras investigaciones sugieren que los motores de las economías ilícitas de las tierras fronterizas no se refieren tanto a la falta de integración entre los centros y los márgenes. En cambio, los impulsores tienen más que ver con las formas de integración —mediante inversiones en infraestructura o gestión fronteriza, por ejemplo— que se imponen en esas zonas.
Las soluciones que benefician a todos [win-win] son una ilusión
La relación entre la lucha antinarcóticos, el desarrollo destinado a sacar a la gente de la pobreza y las iniciativas de consolidación de la paz no es sencilla ni necesariamente complementaria. Los objetivos de las políticas se compensan entre sí y puede que no sea posible diseñar intervenciones que no causen daño. Un enfoque más realista podría consistir en mitigar los daños y evitar las políticas que conducen directamente a la violencia y la pobreza.
Esto solo puede hacerse mediante una interacción activa con las personas que viven en las tierras fronterizas para comprender por qué se dedican al comercio de drogas. Esto podría hacerse mediante la creación de asociaciones con grupos sociales y políticos que representen o estén compuestos por grupos marginales, incluidos los que participan en el comercio de drogas.
Al igual que Jessica, muchas personas involucradas en las economías ilícitas de las tierras fronterizas afectadas por las drogas y los conflictos toman a diario decisiones muy difíciles. Hacen tratos fáusticos en los que la supervivencia a corto plazo puede lograrse a costa de la salud y la seguridad a largo plazo. Debemos evitar las políticas y programas que hacen que estas concesiones sean aún más difíciles de manejar.
https://drugs-and-disorder.org/2020/12/01/voces-desde-los-territorios-fronterizos-2020/
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*Jonathan Goodhand es profesor de estudios de conflictos y desarrollo en SOAS, Universidad de Londres. Es el investigador principal de ‘Drugs & (dis)order’, un proyecto de investigación de cuatro años de duración que busca generar nueva evidencia sobre cómo transformar las economías de las drogas ilícitas en economías de paz, en Afganistán, Colombia y Myanmar.
**Los nombres en este artículo fueron cambiados para proteger el anonimato de los participantes en la investigación.